El cuarto mandamiento by Booth Tarkington

El cuarto mandamiento by Booth Tarkington

autor:Booth Tarkington [Tarkington, Booth]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Drama
editor: ePubLibre
publicado: 1918-01-01T00:00:00+00:00


Capítulo XIX

Al día siguiente George salió de paseo en su coche sin compañía. Cuando se cruzó con Lucy y su padre, viajeros en uno de los automóviles de este, saludó con el sombrero, pero no cambió la grave expresión de su cara al hacerlo. Eugene agitó cordialmente en el aire una mano, que volvió luego prestamente al tembloroso volante. Lucy inclinó la cabeza gravemente, pero, como George al saludarlos, sin sonreír. Tampoco acompañó a Eugene a cenar en casa del comandante el domingo siguiente, aunque ambos habían sido invitados a participar en una comida, cuyo número de comensales ya estaba reducido por la ausencia de George Amberson. Explicó Eugene a su anfitrión que Lucy se había ido a pasar unos días con una antigua amiga y compañera de colegio.

La noticia, al ser comunicada en la biblioteca por Eugene unos segundos antes de que el viejo Sam apareciera para anunciar que estaba servida la cena, produjo gran sorpresa a Miss Minafer, que dijo:

—¡Pero George! ¿Cómo no nos lo has dicho? —Y abriendo las manos como para expresar con adecuado ademán su inocencia en alguna conspiración, añadió dirigiéndose a los demás—: Ni siquiera nos ha dicho que Lucy pensara irse.

—Tal vez no se atrevió —indicó el comandante—. Puede que temiese no ser capaz de contener las lágrimas si trataba de hablar de ello. —Y dando una palmada en las espaldas de su nieto, añadió—: ¿Es eso, Georgie?

No respondió George; pero su encendido color bastó para que la zumbona risita del comandante prosperase hasta convertirse en ruidosa carcajada. Fanny, que observaba minuciosamente a su sobrino, creyó adivinar que aquel fiero rubor era más fiero que tierno. Advirtió en sus ojos un brillo que más pudiera atribuirse a ira que a turbación, y la dilatación de las aletas de la nariz parecía indicar furor y no dulce conturbación. Nunca había andado Fanny escasa de curiosidad, y desde la muerte de su hermano tal inclinación habíase acentuado notablemente. Había advertido que durante la última semana George no salió de casa después de cenar, y cuidadosas investigaciones demostraron que nadie acompañó a George en sus paseos con el coche desde la visita hecha a la fábrica de Eugene.

Continuó observándole durante la cena con discreto disimulo, y no la sorprendió algo que ocurrió cuando ya estaban terminando de comer, aunque los demás sintieron no poco embarazo. Ya servido el café, comenzó el comandante a bromear con Eugene acerca de una fábrica rival de automóviles recientemente inaugurada en un barrio extremo de la ciudad, la cual ya funcionaba con marcado éxito.

—Supongo —dijo el anciano— que o te harán la vida imposible, o entre tu fábrica y la suya nos haréis vosotros la vida imposible a todos los demás. Las calles os resultarán pequeñas para vosotros solos.

—Si eso ocurre, lo compensaremos haciendo las calles cinco o diez veces más largas de lo que lo son ahora —replicó Eugene.

—¿Cómo vais a hacer eso?

—Lo que cuenta no es la distancia hasta el centro de una ciudad, sino lo que se tarda en llegar a él.



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